Nadie que aterrice en ella por primera vez (como en mi caso) puede permanecer impasible. Ubicada en un valle a poco más de 1.300 metros de altura, cautiva de entrada, por su personalidad. Es una ciudad que no pasa desapercibida y tampoco deja espacio a la indiferencia. Conservando sus añejas tradiciones, Katmandú se engrandece con procesiones ceremoniales y eventos donde multitudes de devotos buscan regocijo en celebraciones espirituales.
Mi arribo en septiembre coincidió con el llamado Indra Jatra, un festival con desfiles de carrozas y bailarines enmascarados que representan tanto a los dioses como a los demonios. Un auténtico espectáculo visual colmado de gente que baila, se divierte y emociona. Los nepalíes, con su simpatía y hospitalidad, hacen que uno se sienta como en casa. Muy auspicioso como comienzo de viaje.
Las callejuelas angostas, variedad de templos, plazas y parques entretienen a cualquier viajero curioso. Katmandú, que se conoció en sus orígenes como Kantipur, fue durante un tiempo la principal ruta comercial entre el Tíbet y la India y creció de modo gradual hasta convertirse en la metrópoli de hoy. Con una población de alrededor de 1,7 millones, la ciudad es en verdad un crisol de religión, etnia, cultura e historia budista e hindú, con mucho para ver y hacer. Durante el viaje, en diálogo con extranjeros en el vuelo hacia Nepal, me enteré de que pocos de los viajeros permanecerían en la capital. De hecho, la ciudad no representa el destino final para la mayoría del turismo extranjero que llega a este país, sino que es una escala técnica antes de partir rumbo a los Himalayas o explorar las pródigas selvas de Chitwan con su rica flora y fauna.
Como se trataba de un viaje de trabajo, aproveché al máximo el tiempo libre para sacar provecho de este exótico lugar. Comencé por Thamel, el distrito más turístico y animado de Katmandú. Es el que ofrece la mayor oferta de alojamiento para los visitantes, con restaurantes, bares y bazares para todos los gustos. Este vecindario bullicioso, llamativo y atiborrado de locales y extranjeros permite experimentar en vivo la energía y el brío incesante que despliega la ciudad.
Alfombras de vivos colores, objetos de cuero, piezas de cobre, instrumentos musicales autóctonos y máscaras de cualquier material. Los chales, bufandas o pashminas de cachemira de alta gama, uno de los productos más populares en Nepal, abundan en los negocios, con enorme diversidad de prendas. Pueden estar confeccionados de cachemira con el añadido de seda o algodón, o tener 100 por ciento pura lana en su hechura. Los artículos coloridos y suaves son ideales para regalos. Los precios varían según la calidad de los productos y regatear es una práctica habitual, casi indispensable.
El vendedor solicitará inicialmente un precio desorbitante y no queda más que reducir a la mitad la primera oferta para obtener un costo razonable.